La mala suerte que ha perseguido a mi familia y amigos durante estos
últimos meses hizo que abandonara este blog sin ideas ni ganas de hacer ninguna
entrada. Y parecía que iba recobrando la ilusión y estaba ya deseoso de que
volvieran a visitarme las musas (si es que alguna vez lo hicieron), cuando una
pésima noticia ha terminado por espantarlas –aunque, por el contrario, me ha
puesto en la obligación de rendir un homenaje a un amigo torero que de forma
trágica nos dejaba el pasado martes.
No tomó la alternativa. Ni siquiera llegó a debutar sin picadores (eso
sí, alguna que otra vez toreó como aficionado práctico e incluso llegó a
compartir cartel con el maestro Dámaso González), pero eso no le impidió
caminar por la vida con el orgullo de un matador consagrado, con la frente bien
alta ante las adversidades que se le plantearan y desoyendo cualquier consejo
que él considerara denigrante para su condición de figurón del toreo.
Imagino que si hubiera podido elegir le hubiera gustado que fuera un
Miura en su plaza de Valencia, a la hora de entrar a matar –como a Manolete, o
al Yiyo- tras un faenón de rabo. Pero no
pudo ser. Quiso la desgracia que los pitones del marrajo se transformaran en
faros de un BMW que le embistió en mitad de la calle. Y ni siquiera pudo
cuadrarse a recibirlo, que lo pilló a traición. Con más de media vida por
delante y la ilusión puesta en un novillero al que ayudaba en su nueva faceta
de apoderado, sus sueños de gloria se vieron truncados en una noche otoñal en
la que nos dejó a todos los que lo conocíamos un vacío imposible de rellenar.
Cuentan –y no dudo que así fue- que esa noche en el Cielo se montó la
mayor timba de póquer que por allí han conocido. Y que, al alba, resacosos por
los gin-tonics que no faltaron, los ángeles hacían cola para empujar el
carretón mientras mi amigo Luismi –Sorianito
de Paterna en los carteles- dibujaba las verónicas que en su anterior vida
soñara.