miércoles, 4 de mayo de 2011

El color especial de Sevilla

                A nadie se le escapa que, de siempre, Sevilla ha tenido su idiosincrasia. Para empezar, sus abonados han tragado con el torito bonito que los toreros quieren (bajitos de agujas, estrechitos de sienes y abrochaditos de pitones, entre otros “itos”) sin importarles, normalmente, su trapío o su fortaleza física. Abonados, por cierto, sensibles al pellizco y dispuestos a jalear con un “bien”, que rompe el aplastante silencio de la Maestranza, cualquier artística trincherilla o kikirikí -especialmente si lleva firma andaluza.
            Para continuar, se han querido distinguir también con una Puerta del Príncipe que, si un torero desea atravesar bajo el son de pasodobles prohibidos durante el último tercio de la lidia -para que el público no se despiste-, debe pagar un peaje mínimo de tres trofeos. Y a la lista se podrían añadir otras muchas cosas, como el detalle de que a la hora del paseíllo salgan dos tiros de mulillas, recordando que antaño así ocurría –una para los toros y otra para los caballos-, o la sensibilidad de la banda de música, que es capaz de arrancarse a tocar ante un buen toreo de capote, o una buena brega de un subalterno.
Todo esto estaría muy bien y les dotaría de distinción, que es lo que realmente persiguen, si luego en cuestión de dos horas de espectáculo no echaran todo por la borda. Porque no son buenos aficionados aquellos que dejan que un toro se coloque ante el picador en cualquier sitio, ni a cualquier distancia, ni de cualquier manera (esta feria estoy cansado de ver toros que arrancan entre las dos rayas del tercio, porque sus lidiadores ahí los sitúan, y otros muchos que entran al caballo al relance de un capotazo). Ni tampoco deberían permitir, aunque les dé igual, que el torero se quede a la derecha del picador, como viene ocurriendo una tarde sí y otra también, sin que nadie, ni siquiera los alguacilillos, le llame la atención.
Es típico de mi pueblo, en la Mancha, el regalar orejas para ver salir a los toreros a hombros por la puerta grande. Pero no me parece de recibo que en una plaza como la Real Maestranza de Sevilla se conceda con tanta facilidad la tercera, que permite salir por la mencionada puerta real, cuando el matador en cuestión ya lleva dos en el esportón. Y, lo más grave de todo, es de plaza de tercera el hecho de indultar a un toro que no se emplea en el caballo, que en las embestidas en la muleta tiene tendencia a meterse para adentro y que, entre otros defectos, está aculado en tablas mientras la gente, como loca, pide el perdón de su vida sólo porque el torero ha toreado de maravilla o, peor aún, para demostrar a los anti-taurinos que todavía nos queda algo de sensibilidad. ¿Pasaría algo si no la tuviéramos? ¿Acaso no se fundamentan los toros en algo tan bárbaro como la lucha a muerte entre la racionalidad del hombre y la fuerza bruta de la bestia? Al que le guste, bien y al que no, que nos respete.

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