jueves, 14 de abril de 2011

¿Ciegos o cegados?

Vaya por delante que no tengo ninguna manía a Morante. Ni a Morante, ni a nadie. Lo aclaro por si alguien, suspicazmente, pudiera llegar a pensarlo en vista de que en lo poco que llevo por aquí ya le he dedicado un par de entradas. Lo que ocurre es que, fuera de las ferias serias (y de las menos serias, pero ferias también), si uno ha de atenerse a lo que lee en los portales, de las pocas cosas que suceden en el mundo taurino es que Morante sigue bordando el toreo allá donde va. Y, cómo no, bajan los ángeles del cielo, el toreo soñado se hace eterno, las verónicas de alhelí -que brotan de muñecas manejadas por los dioses- paran el tiempo, y demás gilipolleces  que huelen a ceguera se suceden.
Y digo ceguera porque, en caso de tener vista, no tendrían la desfachatez de colgar el video de los mejores momentos de la épica obra para que cualquier aficionado le pinche y vea la realidad: que la mayor parte de la faena de muleta, el torero se dedica a despedir para afuera la repetidora y encastada embestida de un bravo animalito bovino porque, incapaz de dominarla y de mandar en ella, se dedica a defenderse más que a otra cosa. Y, encima, al bicho le faltan como mínimo un palmo de pitones (eso ya está asumido antes de que salga al ruedo, pues se trata de Brihuega). Sólo eso ya debería ser motivo para que, aunque de verdad hubiera dibujado la obra más grande  de la Historia del Toreo, no se le diera la más mínima importancia ni tuviera eco alguno.
Pero no. Por contra, la supuesta gesta se canta a los cuatro vientos en todos los medios de comunicación imaginables (Internet, prensa escrita, radio, e incluso tele –los programas del corazón, claro, por ser la corrida que era). Visto esto, la cosa llega a ser preocupante, porque el mito se agiganta y la gente, en los tendidos, se rompe las manos a aplaudir y se desgañita gritando “olé” ante cualquier intento de pase, cegados, porque han escuchado que Morante torea como los querubines del Cielo, que sus manos de artista fueron cinceladas en el Paraíso el día que Dios supuestamente debía descansar, y demás cursiladas que, además de a crítico ciego que teme salirse del redil, también huelen a sinvergüenza cegado por el sobre.

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